Amalita
Si algo recuerdo de mi infancia, no son juguetes, golosinas, ni cumpleaños
Sino a una mujer fuerte, aunque delgadísima, de profundos ojos celeste
Vino a mi casa todos los días, y eso que tuvimos siempre empleada,
No falto un solo día en una obligación auto impuesta
Rápida, presurosa, cargada siempre de no sé qué cosa
Se instalaba en sus dominios, la cocina, y con su alquimia
Preparaba con lo que hubiera sus recetas, y si algo faltaba lo reemplazaba
Así era ella mi abuela, mi madre, mi querida Amalia.
Era una eximia costurera de las de antes, de las que diseñaban
Hacían sus moldes, y la tela la calculaban en forma exacta
Con su Singer a pedal con corredera que no cambio nunca con los años
No necesitaba un maniquí para elaborar sus vestidos, solo la clienta
Y cuando se empecinaban en mostrarle la recién salida revista “Burda”
No necesitaba calcar sus moldes para sacar un modelo de la misma.
Fue una abuela madre mía y de mis hermanos
No nos hablaba si había peleas, sencillamente nos sopapeaba
¡Y aun me sorprende el peso de esa mano pequeña del cuerpo frágil
Que subestime, endurecida a palote de amasar años.
Tallarín cortado a cuchilla, ravioles de calabaza
¡La desafío la “pastalinda”, pero no le igualo esa masa ¡
De grande ya vivía sola en su departamento por el que tanto lucho
Gozando de una independencia negada en sus años mozos y no tanto.
Sus hijos marcharon al exilio voluntario y quede yo al final con ella.
Disfrutando sus mejores últimos 28 años.
El tiempo le había macerado un humor fino, y un cinismo exquisito
Que le permitía reírse de las paradojas de la vida.
Hija de una familia de inmigrantes italianos,
Hermana mujer de entre nueve mayoría varones.
Vagos que no sirven y hay que atenderlos recitaba entonces.
Criada en el campo, abandonada a su suerte,
De escasa voluptuosidad para canones de su época,
Había logrado casarse y escapar de ese destino.
Fue madre de un casal, a los que hizo profesionales,
Ella que solo tenía quinto grado, toda una conquista.
Hasta que su marido la dejo viuda con tan solo 50 años.
Y lo peor no fue que la dejo viuda, sino que la dejo sin casa propia.
Amalita en la mitad de su vida no se puso a llorar, ella era un roble
Se puse el delantal, he hizo lo que sabía hacer, la costura
Y fue gracias a eso que logro no solo su casa propia sino su jubilación.
Sin faltar un solo día a mí casa, la de su hija, que, sea dicho
“No había parado esa mujer de tener hijos”, ya que éramos cinco
Y dejaba infaltablemente la cena preparada para 7 personas.
Por esas vueltas de la vida cuando me toco ser madre estuvo a mi lado,
Y cerramos el círculo de vida de forma diferente, éramos,
Bisabuela, madre bisnieta pero en realidad, fue para mis hijos abuela.
Disuelta ya la familia de su hija la rutina se invirtió y era a mi casa donde venia.
Su ritmo ya no era el mismo, más cansina, no tan de prisa.
Pero sus charlas, ¡hay que daría por reírme de nuevo con sus disparates!
A sus noventa y seis estaba convencída de que Dios
Había olvidado de que estaba aún en la tierra.
De forma tal que nos esforzamos en plegarias para recordárselo.
De más está decir que su lucidez estaba intacta, creo que me superaba.
Y si algo dan los años creo que es una lógica pragmática envidiable
Que le permitía abusar del alcohol sin problema.
Ya que si hasta “ahora no me he muerto”
Tintillo con unas cucharadas de azúcar, su preferido.
Cuando se decidió que tenía que ir a un geriátrico.
Ella se encargaba de entretener a los que estaban peor que ella.
La pusieron en una habitación sola, creo que por lo mucho que charlaba.
Su bisnieta la visitaba y paseaba durante la semana.
Los fines de semana estaba en mi casa.
El alcohol lo contrabandeábamos de diversas formas.
Y sus hijos cada uno la visitaban una vez al año.
Me hizo prometer que no la internaría en un hospital
Y no permitiría que nadie lo hiciera
Un jueves la saqué de la guardia de uno,
Pesaba tan poco que la alce en mis brazos.
El viernes falleció en una sedación en medio de una transfusión.
Tenía noventa y ocho años cuando Dios la recordó
Yo la extraño día a día.
Claudia Mattenet